«Me vi tan presionado por el boicot cobarde que sufrí, que me puse a escribir la historia de lo que viví en la riada para no olvidar nada»
Cuando recibí aquel texto de Iker Jiménez, su Viaje a la oscuridad, entendí desde la primera línea que aquello no era un libro, ni un guion, ni un reportaje. Era un exorcismo. Una catarsis escrita a golpes de memoria, surgida de la presión brutal que tuvo que soportar mientras relataba lo que vio en la riada de Valencia.
Iker lo reconoce sin rodeos: si no llega a ver el documental “Ríadas”, jamás habría escrito esas casi cien páginas. Algo se activó en su interior. Y lo hizo en silencio, una noche cualquiera, solo frente al ordenador de su despacho.
Lo que nadie sabía —y pocos se atreven a contar— es que fue el boicot cobarde contra él lo que le empujó a escribirlo todo. Porque cuando un policía declaró con orgullo que había ido a ayudar “por lo que hizo Iker”, aquel gesto removió algo que llevaba demasiado tiempo guardado.
Se sentó a escribir, casi en automático. Como si cada línea fuera saliendo sola. “Vomitando”, dice él, todo lo que había tenido que callar durante meses mientras otros intentaban destruirle con la etiqueta de bulo.
Y escribió lo que vio de verdad. Gente robando a los muertos, garajes con familias atrapadas dentro de coches que no pudieron escapar, sombras humanas pudriéndose en la oscuridad. Todo en España. no en una guerra extranjera. En España.
Iker confiesa que hubo momentos que no recordaba… hasta que los recordó con una nitidez escalofriante. Zonas enteras de su mente se habían quedado congeladas después de la tragedia, y la escritura las despertó de golpe. Por eso este diario no se puede soltar: porque es verdad sin maquillaje.
Mientras él se jugaba el pellejo sobre el barro, otros —compañeros de profesión, medios enteros— orquestaron su linchamiento. Algunos le insultaron públicamente, le exigieron que se fuera del país, pidieron que le cancelaran el programa… Todo sin saber la verdad, o peor: sabiéndola y callándola.
Y esos mismos, hoy, en privado, se disculpan. “No sabía esto”, le dicen. Pues era su obligación saberlo.
Pero lo más grave no fue la traición mediática. Fue comprobar cómo se borraban noticias, cómo se alteraban titulares, cómo grandes medios llamaban a sus propias redacciones para eliminar lo que ellos mismos habían publicado antes que él.
Un informático anónimo recuperó esas páginas borradas. Y ahí estaban: los mismos que le acusaron de bulos habían dicho exactamente lo mismo antes.
Pero la orden era clara: había que acabar con Iker.
Hubo presiones políticas, llamadas desde arriba, exigencias para cortar cabezas. Pidieron la suya y la de sus programas. Lo sé porque me lo contó él y porque también lo viví.
Y aun así, decidió no vender su historia a ninguna editorial, aunque tenía dos ofertas enormes encima de la mesa. No quería dinero. No quería beneficios. Quería que su testimonio fuera “como una hoja volandera del medievo”, para que el pueblo lo compartiera libremente.
Porque solo el pueblo salva al pueblo, como le salvó a él cuando intentaron hundirle.
En esas páginas también cuenta la grandeza humana que vio en medio del horror:
un hombre de izquierdas salvando la vida de uno de derechas,
otro de derechas rescatando a alguien del otro bando,
gente ayudándose sin colores, sin banderas, sin ideologías.
Solo vida frente a muerte.
Y también reconoce sus errores: la prisa, la indignación, la rabia. La impotencia de llevar cien camiones de ayuda y que les denegaran los permisos a pie de zona cero. El caos político. La dejadez institucional.
Pero, sobre todo, el abandono de las víctimas.
Hoy sabemos que la riada de Valencia es la única tragedia española sin un listado oficial completo de fallecidos. Nadie sabe cuántos murieron realmente. Nadie ha exigido ese documento. Nadie quiere abrir esa puerta.
Por eso Iker escribió. Para no olvidar.
Para que no lo olvidemos nosotros.
Y para que el país que intentó silenciarle no pueda borrar lo que él vio con sus propios ojos.
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