Una bofetada a la España decente: el Princesa de Asturias no fue para los héroes de la Dana

Lo digo sin rodeos: el Premio Princesa de Asturias a la Concordia debería haber sido para los voluntarios de la Dana. Se lo merecían. Por valentía, por generosidad, por ser el símbolo más claro de esa España decente que muchos queremos recuperar. Pero no. El galardón ha terminado en manos del Museo de Antropología de México, y no ha sido casualidad.

Sabemos —porque así me lo han contado fuentes que estaban ahí dentro— que la candidatura de los voluntarios de la Dana fue presentada formalmente. Tenían apoyo. Tenían razones de peso. Pero algo ocurrió. Por orden del Gobierno, los miembros del jurado recibieron presiones. Y al final, claudicaron.

¿Resultado? Una decisión política, simbólica, envuelta en esa narrativa postmoderna de reparación histórica, que —curiosamente— coincide con las prioridades diplomáticas del Ejecutivo. La nueva presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, no ha tardado en agradecerlo en público: “Es un gesto de la Corona Española hacia los pueblos originarios”, ha dicho. Que no se engañen: no es un gesto, es una operación de imagen.

¿Y nuestros héroes de la Dana? Esos españoles anónimos que cruzaron media península con sus coches, sus palas, su tiempo y su dignidad para rescatar, ayudar, limpiar, salvar vidas. ¿Dónde queda su reconocimiento?

Mi invitado en el programa, José Luis Rancaño, productor del documental Riadas, lo ha dicho claro: “Es una bofetada al establishment”. Y tiene razón. No solo se les ignora, se les silencia activamente. Como si premiarlos fuera incómodo, como si reconocer a la España solidaria y desinteresada molestara a los que llevan la agenda.

Pero, atención, porque el pueblo sí lo tiene claro. Si hiciéramos una encuesta entre los miles de “confidenciales” que nos ven cada día, no tengo la menor duda de cuál sería el veredicto: el verdadero Premio Princesa de Asturias a la Concordia lo han ganado ellos, los voluntarios. No necesitan medallas oficiales. Tienen el cariño, la gratitud y el respeto de toda una nación.

Y eso, créanme, vale mucho más que un diploma firmado en el Campoamor.