El fiscal general del Estado entra al juzgado como si fuera el dueño del país

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. | Mariscal (EFE)
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Hay imágenes que definen un sistema mejor que cualquier discurso.
La entrada del fiscal general del Estado al juzgado, imputado, acusado de prevaricación y de usar la justicia para fines políticos, es una de ellas. No llegó como un ciudadano que acude a rendir cuentas ante la ley. Llegó como una autoridad ejecutando un acto institucional.

Coche oficial.
Escoltas.
Entrada por la puerta principal.
Y, lo más grave: pretendiendo no sentarse en el banquillo de los acusados.

Lo vi en las imágenes y lo confirmé en directo: pidió sentarse en la zona alta, donde se ubican los jueces y los fiscales, para evitar la foto. La foto que todos los españoles tenemos derecho a ver: el fiscal general del Estado sentado como imputado.

En un país normal, ese gesto provocaría dimisión inmediata.
En España, provoca silencio.

Durante el programa, José Luis Rancaño lo resumió de una forma que no necesita matices:

“España no es una democracia. No hay separación real de poderes.”

No es una frase exagerada. Es una descripción precisa de lo que ocurre cuando quien debería defender la legalidad entra escoltado y protegido por la misma estructura que debería investigarlo. El fiscal general no es solo un alto cargo. Es quien dirige la institución encargada de perseguir el delito. Y estaba entrando a declarar por haber manipulado esa misma institución.

La escena fue obscena.
No por él. Por todo lo que simboliza.

La democracia no es votar cada cuatro años.
La democracia es que el poder tenga límites.

Aquí no los tiene.

Cualquiera que haya pisado un juzgado sabe lo que sienten los ciudadanos cuando entran por la puerta trasera, esperan en pasillos estrechos y se sientan en una silla metálica a la vista de todos. Es el recordatorio de que la ley es igual para todos.

Excepto cuando no lo es.

El fiscal general llegó en coche oficial, protegido, tratado como una figura que debe ser defendida del propio proceso judicial. El mensaje es claro: el poder político no rinde cuentas.

En ese mismo programa, lo dije en voz alta:
nunca habíamos visto algo así en Europa.

Se puede ser de derechas, de izquierdas o de ninguna parte, pero hay un punto en el que la ideología no importa. Si el fiscal general del Estado utiliza su cargo para proteger a un gobierno, para blindarlo judicialmente, para atacar a adversarios y para evitar que la justicia llegue donde debe llegar… entonces la democracia no existe.

Y si encima, cuando lo llaman a declarar, entra como autoridad, la farsa se completa.

El banquillo de los acusados no es un lugar simbólico.
Es el lugar donde se sientan los ciudadanos cuando la ley los señala.

Si el fiscal general puede esquivarlo, ya no somos iguales ante la ley.

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