«Fui el primer empresario en denunciar el 3% de Pujol y me han hecho la vida imposible»
Durante veinte años he seguido la historia de Juan. Muchos en Cataluña recordarán aquel famoso “3%” que Maragall lanzó en el Parlament. Lo que casi nadie sabe es que hubo un empresario que se atrevió a denunciarlo antes que nadie, cuando todo el mundo miraba hacia otro lado. Ese empresario es Juan, y hoy vuelve a hablar conmigo porque está cansado de cargar solo con un infierno que no creó él, sino un sistema podrido hasta el tuétano.
Juan trabajaba para Adigsa, la empresa pública de obra pública de la Generalitat. Le ofrecieron un contrato importante. Todo parecía correcto… hasta que presentó las facturas y el 20% apareció mágicamente añadido.
“Esto es lo que hay. Si quieres cobrar, aceptas. Si no, no te tramitamos nada.”
Así funcionaba la Cataluña pujolista. Y cuando Juan se negó, se le vinieron encima las consecuencias que muchos temieron y pocos se atrevieron a enfrentar. Porque denunciar al sistema significaba enfrentarse no solo a políticos, sino también a una parte del aparato judicial, perfectamente coordinado para que la corrupción jamás llegara arriba del todo.
Juan pagó para no arruinar a sus trabajadores. Y después denunció.
Ahí empezó su calvario.
Tres procedimientos judiciales:
— Tribunal Superior de Justicia de Cataluña
— Audiencia Provincial
— Comisión Pujol en el Parlament
Veinte años de desgaste. Y siempre, siempre, la misma sensación de que había una red diseñada para que la verdad no subiera ni un peldaño más de lo imprescindible.
El caso llegó a manos de la jueza Nuria Basols, cuya imparcialidad brilló por su ausencia. No solo archivó la causa:
Tres meses después fue nombrada directora del programa de “transparencia” de la Generalitat por Artur Mas.
Transparencia. Justo ella. Una jueza cuya casa llegó a ser registrada por la UDEF y cuyo marido fue jefe de campaña de Puigdemont.
¿Y qué pasó luego? Nada. Absolutamente nada.
La premiaron.
Juan cuenta cómo la fiscalía ponía abogados pagados con dinero público para representar a empresas que podían pagarse las suyas. Abogados que no pedían balances, no pedían números, no preguntaban nada. Estaban ahí para controlar el relato y cerrar la puerta del 20% antes de que llegara a quienes realmente daban las órdenes.
Incluso hubo condenas para algunos trabajadores. Condenas pactadas: ocho años divididos en delitos menores para que ninguno fuera a prisión.
Cabezas de turco.
Una puesta en escena para proteger a quienes movían el dinero y los hilos.
Juan me lo dice sin odio, pero con la lucidez de quien ha sobrevivido a una maquinaria enorme:
“Nos destrozaron moralmente. Y el mensaje es claro: denunciar en España es casi imposible.”
Y aun así, no se arrepiente. Sabe que su historia es necesaria. Que mientras nadie rompa el silencio, la corrupción seguirá siendo un negocio seguro.
Yo también sé que contar esto importa. Porque, aunque muchos quieran que olvidemos, la verdad siempre acaba por salir. Y la verdad es que Cataluña vivió durante décadas bajo un sistema de mordidas institucionalizadas del que todavía no se ha depurado nada.
Gracias, Juan, por no callarte.
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